domingo, 8 de febrero de 2009

jueves, 22 de enero de 2009

DOCUMENTOS

TERCER PAISAJE

IÑAKI ABALOS DOS IMAGENES

UNA CASA DENTRO DE OTRA

LOS OJOS DE LA PIEL-UNO

LOS OJOS DE LA PIEL-DOS

RECUPERAR EL MOVIMIENTO MODERNO

miércoles, 21 de enero de 2009

UNA CASA DENTRO DE OTRA



UNA CASA DENTRO DE OTRA; Juan Navarro Baldeweg, 2004

Prefacio del libro El árbol, el camino, el estanque, ante la casa de Luis Martínez Santa-María

(Colección Arquíthesis núm. 15. Fundación Caja de Arquitectos, 2004). Publicado en el Capitulo II del libro: Juan Navarro Baldeweg; Una caja de resonancia. Edición al cuidado de Margarita Navarro Baldeweg Barcelona: Pre-Textos, 2007.

UNA CASA DENTRO DE OTRA


La ventana en la habitación se asoma a un fragmento de roca gris y rosa con un azul intenso encima. Esa figura distante es también la casa, pertenece a ella. La peña y el pedazo de cielo son como la jarra, el libro o el plato sobre la mesa. La casa se ha ampliado. Una pared virtual se aleja para rodear aquellos seres lejanos. En realidad, hay unos muros en la línea última que el ojo ya casi no es capaz de distinguir: las cuatro paredes de la habitación se han transformado en el cerco último de puntos incontables paredes que denominamos horizonte. La casa está en el horizonte y el horizonte es parte de la casa.

Este libro de Luis Martínez Santa-María analiza y se recrea en un conjunto de proyectos extraordinarios de grandes arquitectos como Aalto, los Smithson, Le Corbusier, Mies van der Rohe, Lewerentz, Asplund o Libera. Interpreta esos proyectos de casas en su conjunción con algo que se encuentra en su exterior: el árbol, el camino, el estanque. Al hacerlo desvela sentidos profundos de lo que significa construir y de lo que significa vivir y soñar la vida propiciada por esa construcción. El árbol, el estanque o el camino entran por igual en lo doméstico, en la compañía física y en la imaginación del habitar cotidiano. Al volvernos hacia ellos, al mirarlos y pensar en ellos se transforman en figuras íntimas y, sobre todo, junto a su callada presencia se hacen evidentes funciones radicales de la casa. Esa presencia, en el ampliado límite de la casa, vuelve más precisa e intensa su interpretación, el fondo conceptual e imaginario dentro del cual reflexionar sobre ella. Esa conjunción obliga a interpretar la arquitectura como tránsito, como un lugar de permanente paso de energías, de miradas, de vida y tiempo. La casa deviene un lugar de tránsito, un mecanismo de exploración y de captación. Se presenta como un objeto abierto y como un instrumento apropiado para dar un salto hacia fuera en una especie de desenvolvimiento telescópico y para atraer y congregar lo distante. Si la casa comparte y dialoga con un árbol, el estanque o el camino es porque se concibe a sí misma como una gavilla de líneas ilimitadas, en modo análogo a la red de vínculos, dependencias y transformaciones sin fin que esos entes poseen como elementos de la naturaleza radicados en el continuo orgánico del suelo, el subsuelo, la atmósfera, el paisaje o la mirada del caminante. La casa se agiganta en otra mayor y ésta, a su vez, parece, en un movimiento contrario, comprimirse para tener cabida y adentrarse en la menor.

Ese crecer y decrecer, ese vaivén interpretativo se sustenta en la continuidad de unos hilos conectivos que permite un ir y venir de lo grande a lo pequeño y comprender las figuras de la casa como nudos, lazos que son parte de un gran y extenso tapiz que la sobrepasa. Pensemos, en primer lugar, que la casa es un instrumento para la percepción que perfila y concreta unas figuras dentro del vasto campo óptico. El campo óptico está centrado en el usuario y en la vitalidad y animación espontánea de su mirada. La casa encauza, determina, limita la extensión, el alcance y la región en la que se congregan las fugas visuales, modela y prefigura imágenes según el juego de aperturas y cierres de la visión. Cada casa supone un modo singular, específico de inmersión en el campo óptico y lo que aquí interesa es saber que este campo es una de sus sustancias primordiales y que está definida por el ojo orgánico del habitante como un lugar central en el espacio. Podemos pensar metafóricamente en el ojo como un pez y el campo óptico como el agua de la pecera. Para el ojo o, según esta metáfora, el pez, es importante en primer lugar el agua y no tanto la superficie curvilínea y cristalina de la pecera. Un vaso es un contenedor formal para un contenido amorfo. El vaso entrega el agua como sustento y elemento de vida y luego fluye y sigue su camino. La casa es un contenedor de sustancias y materiales ilimitados. No cabe en arquitectura una segregación de forma y contenido ya que toda forma es cauce para la percepción, o la luz, o el agua, o las energías necesarias y los materiales involucrados. El formalismo es parcial y restrictivo cuando privilegia el contenedor sobre el contenido abriendo una brecha en un binomio que siempre ha de presentarse íntimamente unido y sin fracturas.

Aquella distinción entre el campo óptico —que supone un lugar entre los confines del ojo y el horizonte— y la casa concreta como un límite proyectado en ese lugar es pertinente y generalizable ya que las sustancias con que se erigen las obras de arquitectura son informes, como la capacidad abierta de la vista, la luz, el agua y tantos materiales de construcción que nos parecen casi fluidos, como la piedra sin límites de las canteras, el vidrio, los rollos ilimitados del metal —las planchas apiladas de acero o aluminio— y montones de ladrillos. Todos estos ingredientes constructivos han de formarse, conformarse, son inicialmente material amorfo, son casi un líquido. Su presencia se hace visible y experimentable por las figuras de lo construido, por las siluetas creadas y destacadas en lo que inicialmente es un fondo sin límites. Separar la forma de la sustancia puede derivar en considerar la forma como algo independiente y, al proyectar, en un juego gratuito, hueco, superficial sin la necesaria densidad orgánica o física. Por eso, situando aquellas figuras terrenales del árbol, el estanque y el camino junto a la casa se alcanza una plataforma conceptual con una profunda carga ideológica. Es un medio sencillo para corregir y enderezar las nociones acerca de ese objeto que llamamos casa.

El árbol es una forma hecha de luz solar, de los minerales del suelo y subsuelo, de agua y además vive en el tiempo, crece y cambia. La palabra árbol evoca cierta idea de forma con una inherente capacidad de transformación y de metamorfosis. La casa junto al árbol cambia al cambiar su imagen cuando el árbol crece o simplemente cuando la luz transforma el juego de luces y sombras que éste filtra y por el ciclo anual, arropando más o menos aquella estampa dual. El árbol es como un escollo que resplandece en el curso de los elementos y así también la casa a su lado.

Paso a paso el camino es una guía y un modo de gobierno de la vista en la aproximación al edificio o en la salida de él hacia el paisaje. Se nos desvela una serie cambiante de imágenes que considerada como un todo es una figura de figuras. Figuras memorizadas, acumuladas o sintetizadas por los cambios graduales en el punto de vista. La imagen de la casa es gobernada por una región visual móvil que la rodea y la recompone como una experiencia compilatoria, cubista por decirlo así, que transforma la vista en tacto y lo abarcante en abarcado.

El estanque es un volumen concreto del agua ilimitada que invita a comprender cualquier apariencia en su cercanía bajo la noción de un confinamiento. Es, además, ocasión para el reflejo y la disolución de la apariencia de lo heterogéneo en la homogeneidad física del agua que revela cómo las diferentes imágenes y los materiales diversos son arrastrados a la unidad en el espejo. El estanque que es sensible y alterable a otras continuidades, como la luz y el viento, aporta en la contemplación conjunta el sentido de una materia vivaz que contagia su inquietud a la inerte construcción. El estanque es un elemento paradigmático de esa unidad cognoscitiva de forma y contenidos, inestable y vibrante en el fluir temporal.

De este modo todos aquellos fenómenos y acontecimientos que tan sencillamente se asocian al árbol, al estanque y al camino acabarán impregnando el entendimiento de lo que es la casa en la profunda unidad de vida y forma, tierra y objeto, en una síntesis integradora.

Luis Martínez Santa-María ve esos seis árboles, cuatro caminos, tres estanques en un diálogo ejemplar con las casas respectivas como oportunidades para reconducir la inclinación a ver la pureza indiferente de unas cáscaras hacia una visión de plena y bullente vitalidad. La originalidad del punto de vista de este trabajo es la misma que advertimos en la raíz creativa de las obras analizadas, cuando comprobamos cuánto brilla en ellas un fondo omnipresente y cómo las formas no son más que peculiares interposiciones, cortes en lo que, en rigor, siempre sigue su curso ya que la arquitectura fundamenta su ser instrumental como un paso o un tránsito. La arquitectura es un instrumento y ello nos permite, por analogía, compararla a un instrumento musical que vibra y suena, donde lo que importa son los efectos, el funcionamiento, su función en el sentido más amplio. Habitar es extraer la música de un instrumento. Los aspectos narrativos de la arquitectura se fundan en este modo de comprender la habitación porque la narración es como una melodía emitida por ese instrumento capaz de sonar de muy diversos modos.

La casa se vive, se toca, produce sonidos y canta. La Villa Mairea de Aalto es una guitarra que los usuarios rasguean; la Yellow House de Smithson es como un conjunto de campanillas tubulares colgado como un racimo del árbol próximo que se mece y suena al unísono de las hojas de su copa; La Petite Maison de Le Corbusier es un “altavoz” de la vista que amplifica su relación con el horizonte, su “fenetre a longuer” es una boquilla rasgada que lanza su sonido al aire, poderoso, desinhibido sobre las aguas tranquilas del lago y alcanza la otra orilla, la línea privilegiada en que se encuentran el lago y los Alpes. Los caminos que rigen los movimientos de avance o rodeo condicionan el aspecto integral de lo construido y rozan las cuerdas, los hilos y las redes de lo edificado. Así son arrancadas aquellas notas ordenadas y precisas en el caso de la Villa Savoya o del cementerio de Estocolmo, en la secuencia de un desarrollo cinematográfico, de un avance concertado y armonioso. La gran cubierta cóncava de Ronchamp vierte el agua de la lluvia por el hocico de la gárgola doble sobre el pequeño estanque en el que se encuentran unas lenguas piramidales sedientas y deja oír el sonido de una cascada perenne. Todo esto es objeto de la visión de este trabajo. También los autores de esos proyectos así lo intuyeron y lo expresaron a través de abundantes dibujos clarificadores en los que fueron protagonistas estas mismas y otras conjunciones. Eso es lo que Luis Martínez Santa-María examina tan cuidadosamente. Nos muestra, entonces, los edificios como tierra conquistada y mundo activado, no sus formas ensimismadas como estáticas figuras objeto de la curiosidad de las miradas. En cierto sentido son casi invisibles, se han hecho transparentes. Es emocionante la lectura de este libro que insiste, una y otra vez, en la invitación a sentir los efectos, los signos activados de unas obras transitivas. Percibimos conmovidos unos instrumentos bien afinados. Las notas son extraídas por impulsos que vienen desde muy lejos: nacen en el encuentro, en el choque con un curso de energía, como piedras que arrancan brillos al agua y con un poder que proviene de una casa primordial que nos rodea, otra casa desde la cual aquellas obras, buenas trasmisoras, se han proyectado. 



RECUPERAR EL MOVIMIENTOMODERNO

Ilka & Andreas Ruby

RECUPERAR EL MOVIMIENTOMODERNO

Los arquitectos franceses Druot, Lacaton y Vassal formulan una nueva estrategia para la regeneración de los grandes conjuntos de viviendas en Francia.1


Sucedió sin que nos diésemos realmente cuenta de ello no podemos decir con exactitud cuando empezó. Nos ha sido susurrado tantas veces al oído que casi hemos llegado a acostumbrarnos a contemplar el Movimiento Moderno como algo cerrado en sí mismo. Acaso un intento heroico el de romper con la historia, pero en definitiva un fracaso. Entretanto, hemos llegado a un lugar en la historia de la arquitectura que se sitúa en un momento anterior al Movimiento Moderno. Para los protagonistas de la retaguardia contemporánea, la auténtica patria histórica del presente se encuentra en ese pasado, que en realidad nunca existió. Aparece un nuevo Estilo Internacional que, por segunda vez, intenta revestir homogéneamente al mundo. Su origen está en Poundbury, la ciudad ideal que el arquitecto luxemburgués Léon Krier construyera a comienzo de la década de 1990 siguiendo el encargo del príncipe Carlos de Inglaterra. Mientras tanto, los Países Bajos, en su día campo de ensayo del Movimiento Moderno, se están convirtiendo en el aparador del tradicionalismo contemporáneo. Al mismo tiempo que la política cultural holandesa oficial emplea el SuperDutch país como tarjeta de presentación internacional, en las aglomeraciones suburbanas surge una serie de verdaderas pequeñas ciudades de corte tradicional. Para satisfacer el deseo de una vivienda de ensueño en los suburbios y, a la vez, escapar al carácter impersonal de la periferia, algunos arquitectos neoconservadores —como Rob Krier y Christoph Kohl— comenzaron a proyectar numerosos barrios de casas unifamiliares en las poblaciones suburbanas contemporáneas, verdaderos parques temáticos a modo de paisajes fantásticos con identidades seudo-históricas. Simultáneamente, tuvo lugar un cambio en el clima político de la sociedad holandesa, que dejó de ser el lugar de la tolerancia multicultural para convertirse en la morada de un nacionalismo que ve en el inmigrante el chivo expiatorio de la nación y desearía devolverlo nuevamente “a casa”.


En Alemania, esta vuelta al pasado fue consumada en la década de 1990 bajo la máxima de la autenticidad histórica. La espectacular reconstrucción de la iglesia de Santa María de Dresde, destruida en la II Guerra Mundial, restituyó el edificio que llevaba 40 años en ruinas. El empleo correcto de las piedras originales que aún se conservaban fue posible gracias a una simulación asistida por ordenador realizada por la empresa IBM. En la llamada “reconstrucción arqueológica” se simulaba el desplome del edificio tras ser alcanzado por una bomba el 13 de febrero de 1945. Dando marcha atrás a esta animación era posible determinar la localización original de cada piedra apilada en el montón de ruinas. Esta reescenificación del desplome de la iglesia marcha atrás es el diagrama ideológico de una interpretación ahistórica y fetichista del pasado. A partir de ese punto, el urbanismo sólo puede existir como una combinación de reconstrucción y restauración. Siguiendo el mismo principio, se están reconstruyendo las casas burguesas barrocas del barrio que rodea la iglesia, restituyendo la parcelación antigua y las fachadas originales. Contrariamente a Holanda, dónde el pasado sagrado se levanta sobre eriales, en Dresde, para poder recrear el estado ‘histórico”, ha sido necesario derribar edificios contemporáneos —como si, de un modo u otro, el presente más inmediato no fuera también una parte de la historia—. Esta extraña forma de evolución hacia atrás en Dresde no constituye un caso aislado dentro de la política arquitectónica alemana sino que se ha convertido desde hace tiempo en su “modus operandi”. En 1950, el gobierno de la anterior República Democrática hizo derrumbar el Stadtschloss de Berlín por motivos ideológicos para, entre 1973 y 1976, erigir en el mismo lugar el Palacio de la República. Actualmente, este edificio está siendo derribado a su vez para así poder reconstruir de nuevo el antiguo Stadtschloss. Lo sorprendente es que el motivo de su destrucción no es que el uso haya quedado obsoleto, pues el sinfín de eventos culturales celebrados en el edificio durante los últimos años en el marco de las aclamadas Zwischenpalastnutzung demuestran claramente lo contrario. Aquello que incomoda a los partidarios políticos de la destrucción del presente en pro de la restitución del pasado es el carácter simbólico del Palacio de la República. Este colectivo ve únicamente el edificio como la representación del desaparecido régimen y no como un objeto en si mismo, provisto de un potencial que una nueva interpretación contemporánea bien pudiera explotar. Erigido como símbolo de un estado antidemocrático, el edificio parece estar contaminado eternamente con las lacras ideológicas de sus promotores y tiene que sucumbir en la hoguera de la historia de la arquitectura. A la hora de enfrentarse a las biografías políticas de los edificios, se pone de manifiesto la arbitrariedad de este principio de culpa y expiación al constatar que quienes lo ponen en práctica sólo lo aplican a edificios de la República Democrática. Y sin embargo, sorprende su elocuencia cuando se trata de alegar razones sobre la adecuación de antiguos edificios nazis, como el Reichsbank o antiguo Ministerio del Aire, para albergar instituciones nacionales políticas tan importantes como el Ministerio de Asuntos Exteriores o el de Hacienda. La idea de que la arquitectura puede ser susceptible de culpa no sólo es absurda (dado que un edificio nunca es un objeto político) sino abiertamente adversas a la cultura. Pues, en gran medida, debemos nuestra cultura urbanística y arquitectónica al hecho de que muchos edificios han sobrevivido a los dogmas ideológicos de quienes los construyeron. Si el Partenón no hubiera sido transformado en una iglesia cristiana habría desaparecido. Del mismo modo, Santa Sofía no existiría de no haber sido convertida en mezquita. Muchos de los edificios más importantes de nuestra historia han sobrevivido gracias a los cambios ideológicos (y casi siempre también funcionales) que han sido operados en ellos durante las distintas épocas.

Claro está que los protagonistas de la actual demolición alegarían el derecho a preservar edificios como Santa Sofía y el Partenón por su indudable calidad arquitectónica —al contrario que el Palacio de la República—. Pero, ¿quién determina la calidad? Puesto que todo juicio indica tanto sobre quien lo dicta como sobre objeto juzgado, toda declaración de calidad está vinculada forzosamente a su época y no tiene una validez absoluta. De este modo, el renacimiento despreciaba el arte gótico por ver en él la representación de la bárbara Edad Media (de la que culpaban exclusivamente a los Godos). Tras la muerte de Johann Sebastian Bach en 1750, su música se olvidó durante un siglo, porque el clasicismo de comienzos del siglo XIX no supo captar la imponente intimidad de la música sacra barroca. Sólo las generaciones posteriores supieron apreciar la valía y apropiarse de forma creativa de ella para la construcción de su identidad cultural.

También en nuestra época existen buenas razones para afrontar prudentemente los juicios emitidos sobre la cultura del pasado reciente. El que no seamos capaces de atribuir valor alguno a cierta arquitectura no legitima de ningún modo nuestro derecho a descalificar su existencia. Por el contrario, la creciente “retro-aceleración” —tiempo transcurrido hasta que la cultura de una época pasada caída en el olvido vuelva a ser descubierta— evidencia la relatividad de todo enjuiciamiento cultural.

Considerando los retos urbanísticos que son demasiado importantes como para ser eliminados o ignorados —desde la disminución de los habitantes de las ciudades hasta el envejecimiento de la población urbana— el asirse a prejuicios establecidos resulta bastante arrogante. Sería más constructivo aproximarse a ellos con la actitud que propagara Rem Koolhaas en la década de 1990, que denominó “juicio suspendido”. El concepto de aplazar el juicio, introducido por Koolhaas ya en la década de 1980, fue un intento para que el arquitecto se confrontase nuevamente con realidades que una arquitectura, que se definía crítica, tendía a excluir. Koolhaas argumentaba con razón que, aunque la sociedad de consumo nos parezca alienante, estamos obligados a confrontarnos con ella, pues el acto de comprar impregna cada vez más nuestra vida cotidiana. De este modo Koolhaas abrió al discurso crítico una serie de áreas moralmente contaminadas hasta entonces. La estrategia del juicio suspendido, concebida como ética de la percepción, permite a la arquitectura confrontarse con la realidad en vez de reprimirla. Esta estrategia amplía la capacidad de acción de los arquitectos tanto más cuanto más crítica parezca la realidad a la que se enfrentan.


El principio fundamental del “Suspending Judgement” sirve también de base del innovador estudio Plus. Con él los arquitectos franceses Frédéric Druot, Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal se centran en una realidad a la que hasta ahora las políticas arquitectónicas francesas habían tratado casi siempre con ignorancia: los barrios residenciales modernos construidos durante las décadas de 1960 y 1970 en la periferia de Paris. Los habitantes de estas Villes Nouvelles provienen en general de los niveles sociales con menor poder adquisitivo. Gran parte de ellos proceden del norte de África. La segregación social y étnica se precipita en un alto índice de paro y criminalidad. Las tensiones provocadas por esa situación confieren a la banlieue una mala imagen que los políticos quieren mejorar urgentemente. Según ellos la arquitectura es responsable de la imagen negativa de estos barrios, cuyas altas torres se han convertido en un símbolo muy visible de la miseria social de los suburbios y del fracaso de la política de integración. Ahora, a causa de la contaminación ideológica, se quieren derribar muchos de estos edificios —ojos que no ven, corazón que no siente—. La mayor parte de los apartamentos en cuestión están habitados, por lo que sus ocupantes tendrán que ser alojados en hoteles hasta que las nuevas viviendas estén listas. El hecho de que se haya optado por sustituir los pisos por viviendas unifamiliares pone en evidencia el carácter simbólico de la medida. Parece que el tipo de viviendas que está más alejado del estigmatizado bloque en altura moderno es la vivienda unifamiliar. Y parece que la sociedad está dispuesta a aceptar las claras desventajas económicas de este modelo residencial de baja densidad —pues la transformación de una urbanización en altura en otra de casas unifamiliares requiere más suelo y más viario—.

El absurdo manifiesto de realizar un lavado de cara ideológico en este paisaje urbano ha dado lugar a que Druot, Lacaton y Vassal iniciaran una campaña de concienciación política sin precedentes en la arquitectura de los últimos años. Estos arquitectos buscaron el diálogo con los políticos responsables defendiendo un procedimiento más sensato con la arquitectura residencial de la banlieue: transformación en lugar de derribo. En el estudio Plus, realizado con el apoyo del Ministerio de Cultura y Comunicación, demuestran cómo el presupuesto necesario para la demolición puede emplearse de una forma mucho más adecuada en la conservación y el mantenimiento a largo plazo de las viviendas. Los autores de Plus dejan claro que la arquitectura de la banlieue no está por encima de la media. Sin embargo, no consideran que este hecho sea motivo de derribo, sino que contemplan la tarea de trasformar y revalorizar un objeto preexistente como un reto para el arquitecto. De hecho, detrás de las fachadas pintadas de color crema, con tonos que varían del rosa al beis, se encuentra siempre el mismo tipo de esqueleto de vigas y pilares idéntico al de muchos de los edificios de los barrios de moda parisinos. La diferencia estriba en que, en estos últimos, las fachadas son filigranas de acero y vidrio. No seria por tanto difícil conseguir que los bloques de los suburbios tuvieran la misma apariencia si se trataran con el mismo cuidado. En consecuencia, Plus empieza por sustituir las fachadas poco atractivas de huecos demasiado pequeños por acristalamientos de suelo a techo. Con este cambio los habitantes podrán disfrutar por primera vez de las ventajas que comportan la ubicación y altura de sus viviendas: estancias llenas de luz con una visión panorámica de un paisaje circundante mayoritariamente llano. Otro aspecto de la transformación se centra en la ampliación de la superficie habitable, tema que aparece como hilo conductor de la arquitectura residencial de Lacaton Vassal. Estos arquitectos ya han mostrado en anteriores obras de menor escala su confrontación crítica con la idea moderna de la vivienda mínima, llegando incluso a duplicar la superficie útil que normalmente se hubiera conseguido con el presupuesto habitual de un promotor. Del mismo modo intentan que el tamaño de las viviendas de Plus sea doble. Para conseguirlo hacen uso de un recurso empleado también con anterioridad. Tanto en la casa Latapie como en la casa de Coutras yuxtapusieron a la vivienda un espacio extra, que se comporta climáticamente como un invernadero y cuyo uso puede ser definido por los dueños. Este mismo principio se aplicó en Plus, con una prolongación que amplía cada vivienda hacia el exterior a modo de galería. Esto es posible gracias a que la estructura de la prolongación es independiente del edificio existente, por lo que no aumentan las cargas del mismo. El incremento de la superficie total permite realizar una distribución más holgada de las plantas. Las particiones no portantes pueden desmontarse y crear secuencias espaciales fluidas a partir las pequeñas habitaciones originales que, gracias a la transparencia de la fachada, incorporan el espacio exterior.

El principio de Plus, basado en la ampliación del edificio preexistente mediante un espacio estructuralmente autónomo, minimiza las molestias que han de sufrir los habitantes durante el transcurso de las obras. Las distintas fases del proyecto pueden realizarse de forma escalonada, lo que permite el uso alterno de las habitaciones de la vivienda. La totalidad de la prolongación es prefabricada, planta por planta, y se superpone al bloque de viviendas. A continuación el cerramiento original se sustituye por la nueva fachada de vidrio.


Otro punto fundamental en Plus es la reinterpretación del concepto de edificio residencial en altura. Para ello, los arquitectos realizan un análisis crítico de la institucionalización de la vivienda social producida en Europa tras la II Guerra Mundial, que redujo la vivienda colectiva al apartamento individual y eliminó los espacios que propician la gestación de una comunidad social y el encuentro fuera de la vivienda. La versión berlinesa de la Unité d’Habitation proyectada por Le Corbusier con motivo de la Exposición Internacional de la Construcción celebrada en Berlín en 1956 es un ejemplo paradigmático de este empobrecimiento del programa residencial. En Berlín fueron eliminadas todas las dotaciones comunitarias no contempladas en la normativa alemana para la construcción de viviendas sociales y que, por el contrario, sí figuraban en la Unité d’Habitation de Marsella. El edificio berlinés se vio reducido aun contenedor mono-funcional que ignoraba el resto de necesidades residenciales de sus aproximadamente 1500 habitantes. Plus declara la guerra a este monocultivo del hábitat institucionalizado en Europa tras la II Guerra Mundial. Para ello, los arquitectos retornan conscientemente a los orígenes del Movimiento Moderno, cuando habitar se entendía como una ósmosis social entre el espacio privado de la vivienda y el colectivo de los usos comunitarios. En esta línea figuran, junto a Le Corbusier, los pioneros de la arquitectura de la revolución rusa. Plus reivindica el uso comunitario de las plantas bajas del edificio. De este modo el vestíbulo, que por lo general sólo sirve para colgar los buzones, se convierte en un espacio de recepción como el de los hoteles, con personal de recepción y seguridad y con sala de espera y cine. La planta primera aloja un restaurante y la lavandería, la segunda una guardería y un baño turco mientras que, en la tercera, se sitúan una piscina y despachos. Con esta medida los pisos inferiores, menos atractivos por la falta de vistas y de privacidad, son convertidos en animados espacios comunitarios. Pero también se pretende que, en las plantas de viviendas, el uso residencial no quede limitado a la esfera privada. Gracias a la ampliación del espacio lograda con la prolongación de las plantas es posible introducir una galería que une las distintas viviendas. La función del nuevo elemento puede ser determinada por los usuarios de manera informal en función de sus necesidades.

Con esta renovación constructiva, tipológica y programática global de los edificios residenciales modernos, los arquitectos de Plus demuestran que el legado del Movimiento Moderno no tiene por qué ser considerado como un ente cerrado. Las épocas posteriores también pueden apropiarse de la arquitectura moderna, al igual que hacen con otros edificios o fragmentos urbanos. Druot, Lacaton y Vassal muestran que es posible continuar el proyecto del Movimiento Moderno. Para ello hay que liberarlo de sus características absolutas originales y vincularlo a las necesidades concretas de una nueva época a las calidades. En este proceso cuestionan algunos de los principios del Movimiento Moderno y, en ocasiones, proponen su completa revisión. Por lo general, los autores de Plus sintonizan con el fondo de muchos de los postulados aunque no con la forma en que fueron llevados a cabo.

Uno de los puntos discordantes es la idea de la vivienda mínima. Druot, Lacaton y Vassal comparten el empeño por procurar viviendas a precios razonables para el mayor número posible de personas. Sin embargo, discrepan con la conclusión que ha derivado de esta idea, según la cual esa supuesta superficie mínima que el ser humano precisa para vivir debe ser alcanzada con el escaso presupuesto que la sociedad está dispuesta a destinar para su construcción. Para los autores el anhelo por un espacio habitable amplio es una aspiración fundamental que no debe condicionarse al obligado cumplimiento de las determinaciones del presupuesto. Ante todo desechan la creencia de que un presupuesto reducido conlleve necesariamente a una arquitectura mediocre. En Plus demuestran lo contrario: con un presupuesto equivalente al necesario para derribar los bloques, alojar temporalmente a sus habitantes y procurarles nuevas viviendas, se pueden renovar los edificios existentes, aumentar considerablemente su superficie y mejorar en gran medida su calidad y durabilidad.


Otro principio del Movimiento Moderno contemplado desde una nueva perspectiva por los autores de Plus es el de la planta libre. Hasta ahora la mayor parte de los arquitectos vinculaban este concepto a la parte estructural de su disciplina. La planta libre de las casas Dominó permite el empleo de un simple sistema estructural al sustituir las paredes por unos pocos pilares y crear los distintos ámbitos con particiones no portantes. Los que se benefician en mayor medida de esta libertad en la construcción son los arquitectos ya que simplifica el proceso constructivo. La supuesta flexibilidad en la distribución espacial prometida a los usuarios rara vez se lleva realmente a cabo. Con frecuencia es sustituida por una concepción meramente estética de la planta libre que, como en la interpretación de Mies van der Rohe, se eleva a un espacio ideal aparentemente abierto a todo tipo de usos pero que en realidad no permite cambios. En Plus, por el contrario, Druot, Lacaton y Vassal hacen uso sin reserva de la variabilidad que posibilita la planta libre. Las particiones son eliminadas o desplazadas. Superficies totalmente acristaladas sustituyen al masivo cerramiento. Se introducen balcones para transformar radicalmente y de manera económica una arquitectura que interpretó el Movimiento Moderno únicamente desde la función, desde una visión encasillada y estrecha de miras; de este modo se proporciona un hábitat generoso. El cambio de imagen en los edificios modificados por Plus es tan sorprendente que recuerda al cuento del Rey Rana. Toda la pobreza estética de los edificios preexistentes desaparece, como si fuera una pesadilla, sacudida por la entrada en escena de una arquitectura enérgica que finalmente reclama y celebra la conquista social del hábitat como un bien público. La uniforme falta de fantasía de los bloques originales que, con sus estereotipadas fachadas y “bienintencionados” recursos cromáticos, recuerda a la arquitectura de la mala conciencia posmoderna, es sustituida por un lenguaje arquitectónico rigurosamente actual. Con sus galerías corridas antepuestas a las fachadas de vidrio, los bloques reformados recuerdan a los edificios residenciales modernos de Casablanca, ciudad dónde en 1953 naciera y posteriormente transcurriera la infancia de Jean-Philippe Vassal.


Puede parecer contradictorio que los arquitectos del Plus se refieran sin ambages a la arquitectura del Movimiento Moderno y, a la vez, rechacen abiertamente uno de sus principales reivindicaciones: la de la tabla rasa —la eliminación de la ciudad histórica en pro de un grado cero sobre el que edificar la nueva ciudad—. De acuerdo con este postulado, la mayor parte de las ciudades europeas arrasadas por los bombardeos de la II Guerra Mundial fueron reconstruidas en la década de 1950, o, como dicen algunos, vueltas a destruir. A la arquitectura de Druot, Lacaton y Vassal nunca se le puede hacer este reproche porque ellos siempre construyen sobre el pasado: “no derribar nunca, no restar ni remplazar nunca, sino de añadir, transformar y utilizar siempre”. Al renunciar a la política del Movimiento Moderno de quemar la historia y, sin embargo, articular formalmente esa renuncia con un lenguaje arquitectónico propio del Movimiento Moderno, se produce un cruce de dos ideologías contrarias; la del Movimiento Moderno y el contextualismo. Druot, Lacaton y Vassal contextualizan el Movimiento Moderno y modernizan el contextualismo. Pero, mientras la idea contextualista de “ciudad” se refiere fundamentalmente a la ciudad consolidada europea, estos arquitectos emplean la ética contextualista de la conservación también para la ciudad moderna —tildada por los seguidores del contextualismo como la esencia de lo “antiurbano”—. En contraposición al contextualismo, que pretende seguir tejiendo la trama del contexto de la forma más homogénea posible, los autores de Plus introducen nuevos fragmentos de origen diferente obteniendo más bien una especie de patchwork. Al conservar lo existente evitan la ignorancia de la historia de la arquitectura del Movimiento Moderno. Por otra parte, cuando proyectan las intervenciones de un modo actual revocan la hegemonía de lo preexistente (principal limitación del contextualismo, que encasilla formalmente cada nueva intervención). La relación de Druot, Lacaton y Vassal con el contexto nunca es formal, sino que es activa. El cometido de una actuación nueva no es el de simular lo ya existente, sino reanimarlo, emplear su potencial latente.


Con esta combinación de divergencia estratégica y aseveración formal del Movimiento Moderno, Druot, Lacaton y Vassal se alistan en las filas de quienes —siguiendo a Jürgen Habermas— consideran el Movimiento Moderno como algo inconcluso. Por eso ajustan cuentas con varios de sus planteamientos erróneos, como la cínica enseñanza de la vivienda mínima, el simbolismo inconsecuente de una flexibilidad aparente y la ignorancia histórica de la tabla rasa. Pero no por ello renuncian al Movimiento Moderno, sino que trabajan con él como un jardinero que embellece su parque con injertos de los mejores árboles. Su reconocimiento de las posibilidades del estilo resulta frecuentemente como un eco tardío a la farsa que las películas de Jacques Tati hacen del Movimiento Moderno. Druot, Lacaton y Vassal intentan dotarlo a posteriori de la autenticidad y durabilidad que Tati le denegaba y, como en Mon oncle, sólo podía encontrar en la ciudad histórica. El hecho de que Lacaton y Vassal hayan ganado el concurso para la rehabilitación de la Tour de Boisle-Prêtre, un edificio residencial típico de la década de 1960 situado en la periferia de París, ofrece a los arquitectos la posibilidad de demostrar la viabilidad de los postulados de su estudio. El éxito en la realización podría contribuir a que los políticos responsables de la campaña de demolición reflexionaran sobre el tema y formulasen nuevamente su propuesta para una rénovation urbaine en términos que ésta le haga honor al nombre.


1 Introducción a : Frédéric Druot, Anne Lacaton & Jean-Philippe Vassal ; Plus. La vivienda colectiva Territorio de excepción. Barcelona: Gustavo Gili, 2007.   

Atlas pintoresco --- Iñaki Abalos



Atlas pintoresco

Vol. 1: el observatori

Iñaki Ábalos


© Iñaki Ábalos, 2005
© de la presente edición: Editorial Gustavo Gili, SA, Barcelona, 2005

Printed in Spain
ISBN: 84-252-1991-4
Depósito legal: B. 29.794-2005
Impresión: Lanoográfica, Sabadell (Barcelona)



Iñaki Ábalos es arquitecto por la Escuela de Arquitectura de Madrid (ETSAM, 1978), catedrático de Proyectos y director del Laboratorio de Técnicas y Paisajes Contemporáneos de la ETSAM. Ha sido profesor invitado en varias universidades como la Architectural Association de Londres, la EPF de Lausana, Columbia University, Princeton University o la Accademia di Architettura di Mendrisio. Junto a Juan Herreros es fundador de Ábalos&Herreros.


Índice

0 ¿Dos imágenes?


1 Atlas pintoresco: modo de empleo

2 Contextos (salir “ahí afuera”)

3 Denominaciones y ubicaciones (desplazamientos)

4 Áreas de investigación (el nuevo material)

5 Una nueva arquitectura del paisaje: metodología operativa
(micro y macro, lenguajes de inscripción)


Las técnicas de la arquitectura del paisaje. Normas
prácticas e implicaciones estéticas

Las técnicas proyectuales: análisis y representación

Dimensión antropológica y monumental: la arquitectura del paisaje como

espacio público contemporáneo


Naturaleza y cultura contemporánea

Memoria y paisaje: las herencias moderna e histórica

6 El laboratorio de técnicas y paisajes contemporáneos.

Conclusión

Anexo 1. Observatorios y ponientes

Anexo 2. ¿Qué es el paisaje?

Agradecimientos

Créditos de las ilustraciones


¿Dos imágenes?




Nuestra mirada pasa de una imagen a otra complacida con el juego de analogías y diferencias. Es difícil dejar de mirar y comparar, en la medida en que es fácil establecer uniones, paralelismos, paradojas y similitudes. Olmsted y Le Corbusier: dos mundos que hoy se tocan pero que inicialmente no se tocaban; dos formas de pensar la ciudad, desde dos culturas y con bases técnicas bien diferentes que, sin embargo, como por encantamiento, parecen ahora acercarse entre sí, no sólo en estas imágenes, sino también en la forma en que hoy pensamos la herencia moderna en su conjunto. El héroe americano y el héroe europeo, la ciudad democrática americana del siglo XIX y la ciudad industrial europea del siglo XX quedan sintéticamente representados y hermanados en estas ilustraciones.

¿Por qué se nos aproximan entre sí fenómenos que en su día fueron bien divergentes? Seguramente habrá más motivos para ello, pero me interesa resaltar los siguientes: 1. El interés que cada una de las imágenes muestra en lo que es complementario de su foco principal. 2. El propósito que cada uno de los autores tuvo de construir una visión de la ciudad moderna basada en la interacción entre naturaleza y artificio. 3. El vínculo que dicho propósito manifiesta al relacionar los ideales estéticos del pintoresquismo de siglo XVIII con los cambios escalares y metodológicos de la industrialización. 4. La responsabilidad que ambos autores tuvieron en la construcción de nuevas maneras de formar a los profesionales, de unas pedagogías bien diferenciadas del proyecto arquitectónico y del proyecto paisajístico. 5. La forma en la que también ambos autores idearon procedimientos con los que individualizar e identificar nuevas ideas (por la forma en la que ambos construyeron un “laboratorio” de su tiempo). 6. La distancia simétrica que sentimos hacia los dos mundos que ambos crearon; y 7. La capacidad que tenemos ahora de individualizar un nuevo “laboratorio” a partir de esa distancia simétrica.


Pero es necesario comenzar preguntándonos quiénes somos “nosotros”, esa forma con la que hemos comenzado el texto. Desde luego, somos los que aprendimos arquitectura mediante el ejemplo de los maestros modernos. Pero somos también los que tenemos que aprender de nuevo, muy rápidamente, a olvidar y a volver a recordar la modernidad y todo lo que ésta llevaba asociado, de liberación y de condena. Somos aquellos que sólo podrán avanzar si son capaces de construir otro panorama, ni ajeno ni corolario del moderno, sino capaz de corregir las ingenuidades y las perversiones heredadas, capaz de olvidar y contener el siglo XX.


Volvamos a la imagen dual del bosque clareándose, abriendo ante nosotros una vista fragmentaria de lo que sin duda es una metrópoli moderna con sus edificios emergentes que emulan la fuerza vertical de los árboles que enmarcan la escena. Sin duda alguna, el foco de Olmsted estaba en la naturaleza, en la reconstrucción idealizada de un fragmento del paisaje pastoril del río Hudson en un área erosionada, sin arbolado, manto vegetal ni drenaje natural. Y rodeada por una ciudad que imponía su huella en los rectilíneos límites del parque (de hecho, su proyecto para Central Park enmascaraba con un arbolado muy tupido la malla neoyorquina de 1811 con la intención de ocultar la ciudad y la geometría antipintoresca de sus bordes). Olmsted estaba empeñado en construir en el centro de la ciudad un espacio natural cuya función primordial fuera educativa, en el sentido en que los trascendentalistas entendían que la naturaleza era educativa: como aquel lugar donde se revelaba que las leyes éticas y morales del hombre y de la ciudad eran una emanación de las leyes físicas de la naturaleza. La perfecta armonía humboldtiana con la que se pensaba entonces la naturaleza constituía un modelo a cuya imagen y semejanza se hacían las leyes de la democracia, entendida como un verdadero foro, el lugar donde resplandece lo público. Sin embargo, lo público había pasado a ser una emanación de lo natural. Con Olmsted, ambos conceptos —lo público y la naturaleza— quedaban ligados a una concepción democrática de la ciudad, como un movimiento que compensaba el resto de fuerzas más impulsivas e intuitivas del capitalismo, que habían generado una ciudad basada en un mecanismo optimizador (el suburbio residencial y el centro comercial, la casa unifamiliar y el rascacielos de oficinas). Este mecanismo dual reclamaba para Olmsted otro movimiento: el de la naturaleza y el espacio público organizados como un sistema, de claro sabor reformista y progresista, infiltrado en el magma capitalista.


Todo esto era así, y seguramente fue necesario que se pensase así para lograr que se concretase y, sin embargo, hoy vemos otra cosa. Central Park no nos gusta por los elevados conceptos que Olmsted necesitaba para proyectarlo, ni siquiera por la belleza de su traza (un tanto convencional e irresuelta en partes, además de basarse en principios compositivos demasiado tradicionales), sino por la forma armónica con la que árboles y edificios han ido creciendo juntos, alimentándose los unos a los otros, hasta dar lugar a una experiencia única en el mundo y a la vez universal, convertida en una especie de código genético de la ciudad moderna, sea asiática, iberoamericana o del viejo mundo. El verdadero pintoresco contemporáneo: árboles y edificios creciendo juntos, la única modalidad del espacio público donde podemos movernos sin sentirnos manipulados, una amalgama que reconocemos e identificamos como “nuestro mundo”.

Olmsted no lo sabía, pero “casi” lo sabía: entendió la necesidad mutua, la atracción mutua entre parque y rascacielos en la metrópoli, pero sólo de forma abstracta, es decir, ética. No intuyó que esa atracción estaba motivada por un nuevo tipo de belleza, por una reformulación drástica de la belleza y de los conceptos pintoresquistas a los que dio forma sin ser capaz de interpretarlos (Robert Smithson sí, mucho después, al nombrar a Olmsted, tras su célebre paseo por Central Park, como el primer land-artista. Él inauguró con increíble lucidez esta nueva visión y se convirtió posiblemente en su mejor crítico y discípulo).

Por el contrario, Le Corbusier estaba fascinado por la escala brutal de los rascacielos norteamericanos del fin de siglo y por las técnicas industriales que los hacían posibles. También por los métodos científicos que dichas técnicas imponían: el montaje en serie, la línea de ensamblaje, los principios tayloristas..., toda esa efervescencia por la que el capitalismo se asemejaba a una fuerza salvaje y contradictoria, pero de una belleza portentosa, que él supo identificar con lucidez incontestable. Ideó una imagen aún más poderosa que las que recibía desde el nuevo continente: un rascacielos que se replicaba a sí mismo y de una escala desconocida, verdaderas ciudades del trabajo que, espaciadas de forma isótropa, componían un paisaje de ciencia-ficción, una ciudad-máquina taylorista casi sublime.


A este primer impulso, Le Corbusier pronto contrapuso otro de naturaleza bien distinta. El vacío entre las torres no podía ser meramente pasivo. Era, desde luego, el lugar de la movilidad mecanizada, pero también fue definido progresivamente como un espacio dual, natural y público, un inmenso parque que ya no permanecía confinado en los límites de los parques tradicionales, sino que se expandía componiendo un nuevo e indiferenciado medio urbano —la muerte de la calle está indisolublemente asociada a esta idea—. Así, la máxima expresión del maquinismo llevaba asociado en su mente un nuevo “salvajismo”. No había parques o jardines, sino naturaleza. La máxima expresión de la sociedad industrial integraba indisolublemente dos ideas hasta entonces incompatibles: naturaleza virginal y rascacielos maquínico, haciendo de ellas la misma cosa. Por ello, no es casual que adoptara la fórmula “ciudad verde” como el eslogan recurrente de sus teorías urbanísticas, que, por otra parte, eludía lo que en ellas era más preeminente y el objeto principal de sus investigaciones: el rascacielos como presencia primera y absoluta de la ciudad moderna. Existe una cierta simetría entre el esfuerzo diferenciado de Olmsted, construir un fragmento de naturaleza virginal en la ciudad de los rascacielos, y el de Le Corbusier, proponer el rascacielos como aquello que permite una nueva síntesis entre las fuerzas primarias de la naturaleza y las fuerzas primarias del maquinismo. Ambas ideas son provocadoras, nuevas y originales, y sus autores, ambos grandes divulgadores, las presentan como descubrimientos que generosamente se brindan a la sociedad para librarla de sus males. Las dos hacen interactuar, con mayor o menor consciencia, rascacielos y naturaleza primigenia, y las dos surgen al concentrar el foco sobre un único tema, aprender sus leyes y modificar escalas y campos de aplicación, es decir, aislar y utilizar ese tema como un material nuevo, desplazado de sus dominios anteriores (aristocráticos: parque; y especulativos: rascacielos).


Pero debemos hacer una observación: igual que la fotografía de Lee Friedlander es una recomposición que hemos hecho nuestra transformando lo que Olmsted imaginaba que veríamos, la imagen que ahora contemplamos de Le Corbusier es un pequeño apunte con un punto de vista insólito y apenas parecido al conjunto de representaciones que durante años produjo y dieron lugar a famosos y gigantescos dioramas, que son hoy iconos de la modernidad. En ellos el punto de vista estaba elevado sobre la copa de los árboles para mostrar lo que era su motivo central de interés: el resplandor único de sus rascacielos cartesianos en formación militar, el triunfo formal de la industrialización, la belleza del maquinismo. La historia da vueltas, incluso frente a alguien tan perfectamente consciente de sus actos y su repercusión como Le Corbusier, y cualquier aficionado a la arquitectura sabe que este magnífico apunte ha alcanzado hoy mayor difusión que los dioramas demostrativos. Baste recordar que este dibujoi es el único apunte a mano incluido entre las más de 700 ilustraciones del libro de Sigfried Giedion Espacio, tiempo y arquitectura,ii para evaluar su amplia difusión (que difícilmente pudo prever Le Corbusier, pues, significativamente, el boceto no está recogido en su obra completa). Ahí abajo, protegidos por la sombra de los árboles, y entretenidos por la ondulación de terreno y caminos, la ciudad verde lecorbusierana ya no se nos aparece como una pesadilla maquínica y megalómana de un iluminado semifascista y completamente positivista, sino que volvemos a sentir esa experiencia única, y a la vez universal, de estar paseando por el interior del código genético de la ciudad moderna: una amalgama de naturaleza y artificio, de arquitectura y espacio público, de ciudad y paisaje. Una imagen de gran precisión de aquello que podemos denominar “nuestro mundo”.


Paradójico resultado: lo que nos atrae de la imagen de Central Park son los rascacielos que nunca imaginó Olmsted que brotaran con tanta fuerza; lo que nos atrae de la imagen de la ciudad verde es ese bosque por el que paseamos, ajenos a la escala inconmensurable de los rascacielos que, repartidos aquí y allá, casi pasan desapercibidos, ocultos entre el espesor de un follaje que poco interesó, más allá de su enunciación, a Le Corbusier. Esa desviación de la mirada entre fondo y foco (o figura), ese desplazamiento de interés entre los autores y el público actual (nosotros), esa identificación de ambas figuras en un caldo único que hemos reconocido como “nuestro mundo” es lo que ahora denominaremos la “herencia”, esto es, la relación entre las antiguas quimeras y las formas de vida cotidianas del presente, la distancia y nexos entre unos y otros sueños. Ya hemos dicho que es una amalgama fruto de la fusión en nuestras mentes de una restauración ecológica colosal —un artista que trabajaba con los tiempo geológicos, fue como definió Robert Smithson a Olmsted— con una revolución tecnológica y tipológica sin precedentes, ambas dando lugar a una transformación topológica del medio urbano, capaz ahora de síntesis antes impredecibles, de grandes concentraciones y enormes vacíos en una única identidad. Una interacción entre naturaleza y artificio como jamás pudieron imaginar aquellos primeros autores que, en el siglo XVIII, habían problematizado el concepto de “lo sublime” como inalcanzable para el hombre y que propusieron una estética de “lo pintoresco” capaz de aplicarse, indiferentemente, a un valle o una ciudad, a un árbol y a un edificio, a un río y a una autopista.


2. Olvidemos por un momento estas dos imágenes. Percibiremos algo muy similar a esta pérdida de foco, a este desplazamiento de la mirada, si nos trasladamos al terreno de la transmisión de los saberes, al terreno de la enseñanza, de los programas y métodos pedagógicos que ambos promovieron. Olmsted, fundador de la primera escuela de arquitectura del paisaje, quiso formar a nuevos especialistas en el estudio de los vacíos urbanos como un sistema espacial articulado y en relación dialéctica con el “lleno”, reproduciendo así su propia forma de trabajar. Inventó además la denominación de arquitecto del paisaje (Jandscape architect), para sustituir a la heredada de Humphry Repton (landscape gardener), porque era consciente de que el objetivo esencial de la disciplina era la construcción del espacio público moderno, no la naturaleza, que era meramente un medio (a la cual, obviamente, como tal medio instrumental, se la dedicaba una gran atención técnica). Gracias a este paso se dio otro equivalente en la problematización del espacio público y en la presencia activa de la naturaleza en la ciudad y el territorio: si hoy vemos como algo incuestionable los parques nacionales es como consecuencia del gran engranaje espacial y metodológico creado por Olmsted y su nueva disciplina. Dicho de otro modo: todavía hoy pensamos la naturaleza en gran medida como Olmsted la vio, esto es, como un monumento que hemos de proteger para nuestro disfrute y el de las generaciones venideras; como un enorme sistema de espacios públicos articulado en el interior de esa ciudad, ahora global, en la que vivimos. Monumento, espacio público, protegido: palabras que delatan sin más el carácter artificial de lo natural, la amalgama que hemos heredado.

Si hablamos ahora de Le Corbusier vemos un enorme despliegue de los CIAM, Cartas de Atenas y normas de todo tipo, una verdadera transformación de la profesión promovida mediante un formato corporativo, tradicional y autoritario. Inducida por consenso de unos pocos, los grandes maestros de la modernidad que distribuyen piramidalmente la doctrina tanto a escuelas como a organizaciones profesionales. El objetivo no sólo es formar profesionales competentes en el contexto de la taylorización de la sociedad, sino también renovar el marco que regula su actividad (desde el Modulor hasta la Carta de Atenas, pasando por “los cinco puntos”, “las siete vías” o “los tres establecimientos humanos”). Pero la contribución de Le Corbusier es triple: además de ser el nuevo legislador, su tarea consiste en explicar a los estudiantes que esta revolución es fatalmente necesaria en un contexto industrial y también que es liberadora de una nueva belleza. Al igual que Olmsted, Le Corbusier reproducía su método creativo transformándolo en un principio pedagógico y formativo universal. Sin embargo, su biografía personal contradice al legislador positivista que llevaba dentro: toda su obra es un desplazamiento hacia lo orgánico y lo cosmogónico, un lento y progresivo alejamiento de lo maquínico en favor de una progresiva aceptación de la condición “natural” de la arquitectura y de quienes la habitan.


Si pensamos en Olmsted y en Le Corbusier como profesionales, lo que para nosotros hoy es más obvio, más interesante y provocador es, igual que nos pasa contemplando las dos imágenes iniciales, lo ajeno de nuestra visión a este doble dualismo; por un lado, arquitectura del paisaje versus arquitectura, por otro, arquitectura versus urbanismo. Apenas nos interesa el Olmsted botánico o jardinero; de hecho, es seguramente el aspecto más débil de esta figura. Nos interesa por el contrario la artificialización del medio natural que llevó a cabo, la luz que arroja su trabajo sobre la ciudad americana, su enorme capacidad para transformar la ciudad (Boston, San Francisco, Buffalo, Toronto, etc.) y las tipologías urbanas (por ejemplo, la aparición de las torres como tipología residencial en Estados Unidos nace en las Twin Towers que se erigieron en la Octava Avenida, frente a Central Park). Nos interesa su papel como divulgador y agitador respecto a la dimensión de lo público en el capitalismo y el papel de la naturaleza en su construcción.


¿Qué decir de Le Corbusier? Lo que nos interesa de él, a pesar de sus grandes proyectos legislativos tayloristas, es su radical antiespecialización, su capacidad para atravesar todas las escalas y hacerlo a la vez de forma coherente y cambiante en el tiempo. Nos interesa su responsabilidad en el paisaje universal de la ciudad que hemos heredado, una especie de jungla entrópica, aquello que Rem Koolhaas ha denominado “ciudad genérica”, siempre idéntica a sí misma y siempre borrosa, perdida la precisión formal de los objetos-figura prismáticos y radiantes, ahora emboscados entre nuestro perpetuo movimiento y el follaje de árboles ya adultos que envuelven la espacialidad moderna en todo el mundo.




Le Corbusier en su cabaña de vacaciones en Roquebrune (1950), localidad francesa situada a orillas del mar, en cap Martin, entre la frontera franco-italiana y el Principado de Mónaco.


Fairsted, casa de Frederick Law Olmsted en Brookline, Massachusetts, Estados Unidos (c. 1900).

También en el ámbito privado la cabaña de Le Corbusier y la casa de Olmsted revelan aquello que comienza a ser evidente en su obra y en sus laboratorios”: una singular proyección romántica sobre la confluencia de la arquitectura y la naturaleza. Así, una cabaña de troncos para el arquitecto y una construcción topiaria para el jardinero: los momentos en los que el arquitecto se hace jardinero y viceversa.

3. ¿Cómo podemos proponer una nueva modalidad de arquitecto, qué saberes demanda, qué relación con las tradiciones pedagógicas modernas, cómo pueden organizarse y distribuirse esos nuevos saberes de forma atractiva para los alumnos y eficaz para la sociedad? Bruno Latour nos lo ha contado hace ya tiempo en “Dadme un laboratorio y levantaré el mundo”.iii En realidad, ya nos lo contaron también Olmsted y Le Corbusier, aunque quizá no hayamos sabido verlo hasta ahora con suficiente claridad, al desviar la mirada desde sus oficinas hasta las escuelas y métodos pedagógicos que promovieron. Sin embargo, fue en sus oficinas respectivas donde construyeron su mejor “laboratorio” y a través de él modificaron las prácticas materiales en la construcción de la ciudad y el territorio de la era moderna.


Un laboratorio —tal como explica Bruno Latour con el ejemplo del desarrollo de la vacuna del ántrax por Pasteur y sus famosos laboratorios en 1881— no es un lugar desconectado de la realidad, con personas dotadas de poderes sobrenaturales, sino un lugar con una mecánica de trabajo y una topología bien precisas. En dicha mecánica, el primer paso consiste en un desplazamiento desde el laboratorio al mundo, al “ahí afuera”, para aislar un fenómeno de su medio habitual y, en ese nuevo estado, llevarlo al laboratorio. Allí podrá producirse un verdadero conocimiento, tratándolo como un nuevo “material” que, liberado de sus competencias exteriores, muestra en condiciones inmejorables sus leyes vitales, su fuerza y sus debilidades. Mediante este conocimiento de su comportamiento se hará evidente, tras pruebas y errores, cómo aislar el antídoto o articular campos nuevos de experimentación con ese material.


Para ello, el laboratorio establece el uso de nuevos lenguajes de inscripción que facilitan el estudio del material, desplazando saberes tradicionales a un nuevo dominio y variando continuamente la escala de análisis de lo micro a lo macro. Estos lenguajes de inscripción implican procedimientos para escribir, enseñar y registrar en clave prospectiva. Por último, se dará un movimiento del laboratorio a la sociedad, divulgador y publicitario, donde el laboratorio se muestre como único depositario de los conocimientos especializados necesarios para el bien social. Éste sería el caso de Louis Pasteur, quien pudo aislar el bacilo del ántrax y encontrar las leyes que permitían aislar el antídoto, un saber vedado a otros especialistas —como veterinarios e higienistas— que trabajaban con la escala de la realidad natural. Presentándose como un verdadero salvador de la ganadería francesa, tras un espectacular ensayo de su vacuna, Pasteur se convierte en una fuerza social indiscutible. Según afirma Latour, “si por política se entiende ser portavoz de fuerzas con las que moldear la sociedad, siendo a la vez la única autoridad fiable y legítima para tales fuerzas, entonces Pasteur es un hombre completamente politico”.


Somos productos de los laboratorios que Le Corbusier y Olmsted idearon, productos de sus políticas. Cada uno aisló un fen6meno de la realidad y lo desplazó hasta su laboratorio para convertir ese fenómeno en un nuevo material que libre de las competencias que produce la realidad, muestre todas sus potencias y sus campos de experimentación. El parque público inglés (Olmsted) o el rascacielos comercial norteamericano (Le Corbusier) son especímenes que arrancaron de las manos de aristócratas o jardineros, de ingenieros y especuladores, y trasladaron a sus propias oficinas. Allí, aislado, se mostraron como un verdadero nuevo material: el espacio público moderno americano y el tipo arquitectónico moderno por excelencia, capaces ambos de exfoliar nuevos conocimientos y principios, un nuevo lenguaje de inscripción.


Este nuevo lenguaje se halla en los “cinco puntos”, en la Carta de Atenas, en la “ciudad verde” como ideal, y se encuentra en la apropiación de las técnicas arquitectónicas por parte de Olmsted o en la forma de entender su trabajo como una coordinación de saberes y léxicos, anteriormente autónomos y con él confluyentes (sin olvidarnos de que previamente ambos habían viajado al exterior: los viajes a Oriente y a Sudamérica y la presencia virtual de América en Le Corbusier; los viajes al sur esclavista y a Inglaterra de Olmsted, todos ellos viajes iniciáticos en los que aíslan sus respectivos objetos de estudio).




Eso sí: criticadas, por supuesto, una vez concluido el período de vigencia de los sistemas de pensamiento que constituían el soporte de estas ideas, una vez patente la manifiesta ineficacia de sus “constructos” en un contexto ajeno a la genealogía que los alimentó. Pero ya ha pasado mucho tiempo y no podemos continuar más tiempo en esa cómoda postura, la crítica a lo inexistente, sin acción eficaz alguna. La pregunta es ahora cuál puede ser el foco que permita la construcción de un laboratorio contemporáneo. Es decir, cómo identificar los problemas y las sensibilidades contemporáneas, cómo dar respuestas eficaces y emotivas. Habrá desde luego que salir afuera, estudiar nuestro contexto, identificar las fallas, los nuevos programas y oportunidades, construir un nuevo mapa y aislar una visión que llevarnos a nuestro laboratorio. Y habrá que aprender a entender ese nuevo material o amalgama una vez aislado, conocer sus leyes vitales, aislado de contaminaciones exteriores. Y, además, habrá que estudiarlo en sus técnicas, desplazar los antiguos saberes, moviéndonos de la gran escala a la escala microscópica, repitiendo las rutinas de prueba y error. Y habrá que construir nuevos lenguajes de inscripción, lenguajes que pasen de la opinión a la acción, para mostrar tanto la nueva posición alcanzada, como sus implicaciones pragmáticas, las formas metodológicas y procedimentales que comporta. Y habrá también que construir una relación eficaz con el “ahí afuera”, mostrándose persuasivo, buscando que los nuevos léxicos impliquen nuevas formas de actuar.


Queremos algunas indicaciones de cómo pueda construirse el andamiaje de un nuevo laboratorio. En este texto hay un foco, el lugar hacia el que mirar, el nuevo paradigma o material para estudiar. Hemos identificado parcialmente este foco en las páginas precedentes, ese punto de encuentro entre las imágenes del trabajo de Olmsted y Le Corbusier, una amalgama en la que se funden las tradiciones modernas para alumbrar otra nueva realidad, otra nueva forma pedagógica sin dicotomías heredadas, ahora disueltas. Parcialmente: ese punto de encuentro es necesario para construir otra posición, pero esa nueva posición no puede ser un mero reflejo de las anteriores.


Ese punto —en el que todo pierde precisión, los contornos se difuminan, los saberes se desplazan, los fondos y las figuras se funden, las técnicas y los paisajes se hacen intercambiables— es un lugar de partida construido a través de quienes nos precedieron; la herencia moderna, ya borrosa, que busca ahora abrirse hacia otro panorama nunca antes imaginado.

LAMBERT, PHYLLIS (ed.), Viewing Olmsted (fotografías de Robert Burley, Lee Friedlander y Geoffrey James), Canadian Centre for Architecture, Montreal, 1996.

i Este dato es una aportación de Mark Wigley. Sobre el apunte de Le Corbusier, según Juan Herreros, se trata de una copia retocada de uno de los bocetos realizados durante sus conferencias en Buenos Aires, impartidas en 1928, recogidas en el libro Précisions sur un état présent de L’architecture et de L’urbanisme (Éditions Crès, París, 1930; versión castellana: Precisiones respecto a un estado actual de la arquitectura y del urbanismo, Apóstrofe, Barcelona, 1999). De hecho, esta hipótesis también puede confirmarse si se observa la flora representada en el boceto, algunas palmeras y lo que parecen magníficos ibirá-pitá (Peltophorum dubium), omnipresentes en los parques de Buenos Aires. En cualquier caso, viene recogido como “Ville Radieuse, la ciudad del mañana en la que se restablecerá la relación naturaleza-hombre”, fechado en 1935, año en el que publica La Ville Radieuse y en el que visitó Nueva York. Véase: BOESIOER, WILLY, Le Corbusier, Artemis, Zúrich, 1972; (versión castellana: Le Corbusier, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1995, pág. 189). Véase: HERREROS, JUAN, “El sueño de Le Corbusier. Yo no existo en la vida sino a condición de ver”, en MONTEYS, XAVIER (ed.), Le Corbusier y el paisaje, Massilia 2004. Annuaire d’etudes corbuseennes, Associació d’idees, Barcelona, 2004.

ii GIEDION, SIGFRIED, Space, Time and Architecture, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1941; (versión castellana: Espacio, tiempo y arquitectura, Dossat, Madrid, 1982

iii Puede consultarse una versión castellana de este artículo de 1983 en: http://www.campus-oei.org./salactsi/latour.htm.