miércoles, 21 de enero de 2009

Atlas pintoresco --- Iñaki Abalos



Atlas pintoresco

Vol. 1: el observatori

Iñaki Ábalos


© Iñaki Ábalos, 2005
© de la presente edición: Editorial Gustavo Gili, SA, Barcelona, 2005

Printed in Spain
ISBN: 84-252-1991-4
Depósito legal: B. 29.794-2005
Impresión: Lanoográfica, Sabadell (Barcelona)



Iñaki Ábalos es arquitecto por la Escuela de Arquitectura de Madrid (ETSAM, 1978), catedrático de Proyectos y director del Laboratorio de Técnicas y Paisajes Contemporáneos de la ETSAM. Ha sido profesor invitado en varias universidades como la Architectural Association de Londres, la EPF de Lausana, Columbia University, Princeton University o la Accademia di Architettura di Mendrisio. Junto a Juan Herreros es fundador de Ábalos&Herreros.


Índice

0 ¿Dos imágenes?


1 Atlas pintoresco: modo de empleo

2 Contextos (salir “ahí afuera”)

3 Denominaciones y ubicaciones (desplazamientos)

4 Áreas de investigación (el nuevo material)

5 Una nueva arquitectura del paisaje: metodología operativa
(micro y macro, lenguajes de inscripción)


Las técnicas de la arquitectura del paisaje. Normas
prácticas e implicaciones estéticas

Las técnicas proyectuales: análisis y representación

Dimensión antropológica y monumental: la arquitectura del paisaje como

espacio público contemporáneo


Naturaleza y cultura contemporánea

Memoria y paisaje: las herencias moderna e histórica

6 El laboratorio de técnicas y paisajes contemporáneos.

Conclusión

Anexo 1. Observatorios y ponientes

Anexo 2. ¿Qué es el paisaje?

Agradecimientos

Créditos de las ilustraciones


¿Dos imágenes?




Nuestra mirada pasa de una imagen a otra complacida con el juego de analogías y diferencias. Es difícil dejar de mirar y comparar, en la medida en que es fácil establecer uniones, paralelismos, paradojas y similitudes. Olmsted y Le Corbusier: dos mundos que hoy se tocan pero que inicialmente no se tocaban; dos formas de pensar la ciudad, desde dos culturas y con bases técnicas bien diferentes que, sin embargo, como por encantamiento, parecen ahora acercarse entre sí, no sólo en estas imágenes, sino también en la forma en que hoy pensamos la herencia moderna en su conjunto. El héroe americano y el héroe europeo, la ciudad democrática americana del siglo XIX y la ciudad industrial europea del siglo XX quedan sintéticamente representados y hermanados en estas ilustraciones.

¿Por qué se nos aproximan entre sí fenómenos que en su día fueron bien divergentes? Seguramente habrá más motivos para ello, pero me interesa resaltar los siguientes: 1. El interés que cada una de las imágenes muestra en lo que es complementario de su foco principal. 2. El propósito que cada uno de los autores tuvo de construir una visión de la ciudad moderna basada en la interacción entre naturaleza y artificio. 3. El vínculo que dicho propósito manifiesta al relacionar los ideales estéticos del pintoresquismo de siglo XVIII con los cambios escalares y metodológicos de la industrialización. 4. La responsabilidad que ambos autores tuvieron en la construcción de nuevas maneras de formar a los profesionales, de unas pedagogías bien diferenciadas del proyecto arquitectónico y del proyecto paisajístico. 5. La forma en la que también ambos autores idearon procedimientos con los que individualizar e identificar nuevas ideas (por la forma en la que ambos construyeron un “laboratorio” de su tiempo). 6. La distancia simétrica que sentimos hacia los dos mundos que ambos crearon; y 7. La capacidad que tenemos ahora de individualizar un nuevo “laboratorio” a partir de esa distancia simétrica.


Pero es necesario comenzar preguntándonos quiénes somos “nosotros”, esa forma con la que hemos comenzado el texto. Desde luego, somos los que aprendimos arquitectura mediante el ejemplo de los maestros modernos. Pero somos también los que tenemos que aprender de nuevo, muy rápidamente, a olvidar y a volver a recordar la modernidad y todo lo que ésta llevaba asociado, de liberación y de condena. Somos aquellos que sólo podrán avanzar si son capaces de construir otro panorama, ni ajeno ni corolario del moderno, sino capaz de corregir las ingenuidades y las perversiones heredadas, capaz de olvidar y contener el siglo XX.


Volvamos a la imagen dual del bosque clareándose, abriendo ante nosotros una vista fragmentaria de lo que sin duda es una metrópoli moderna con sus edificios emergentes que emulan la fuerza vertical de los árboles que enmarcan la escena. Sin duda alguna, el foco de Olmsted estaba en la naturaleza, en la reconstrucción idealizada de un fragmento del paisaje pastoril del río Hudson en un área erosionada, sin arbolado, manto vegetal ni drenaje natural. Y rodeada por una ciudad que imponía su huella en los rectilíneos límites del parque (de hecho, su proyecto para Central Park enmascaraba con un arbolado muy tupido la malla neoyorquina de 1811 con la intención de ocultar la ciudad y la geometría antipintoresca de sus bordes). Olmsted estaba empeñado en construir en el centro de la ciudad un espacio natural cuya función primordial fuera educativa, en el sentido en que los trascendentalistas entendían que la naturaleza era educativa: como aquel lugar donde se revelaba que las leyes éticas y morales del hombre y de la ciudad eran una emanación de las leyes físicas de la naturaleza. La perfecta armonía humboldtiana con la que se pensaba entonces la naturaleza constituía un modelo a cuya imagen y semejanza se hacían las leyes de la democracia, entendida como un verdadero foro, el lugar donde resplandece lo público. Sin embargo, lo público había pasado a ser una emanación de lo natural. Con Olmsted, ambos conceptos —lo público y la naturaleza— quedaban ligados a una concepción democrática de la ciudad, como un movimiento que compensaba el resto de fuerzas más impulsivas e intuitivas del capitalismo, que habían generado una ciudad basada en un mecanismo optimizador (el suburbio residencial y el centro comercial, la casa unifamiliar y el rascacielos de oficinas). Este mecanismo dual reclamaba para Olmsted otro movimiento: el de la naturaleza y el espacio público organizados como un sistema, de claro sabor reformista y progresista, infiltrado en el magma capitalista.


Todo esto era así, y seguramente fue necesario que se pensase así para lograr que se concretase y, sin embargo, hoy vemos otra cosa. Central Park no nos gusta por los elevados conceptos que Olmsted necesitaba para proyectarlo, ni siquiera por la belleza de su traza (un tanto convencional e irresuelta en partes, además de basarse en principios compositivos demasiado tradicionales), sino por la forma armónica con la que árboles y edificios han ido creciendo juntos, alimentándose los unos a los otros, hasta dar lugar a una experiencia única en el mundo y a la vez universal, convertida en una especie de código genético de la ciudad moderna, sea asiática, iberoamericana o del viejo mundo. El verdadero pintoresco contemporáneo: árboles y edificios creciendo juntos, la única modalidad del espacio público donde podemos movernos sin sentirnos manipulados, una amalgama que reconocemos e identificamos como “nuestro mundo”.

Olmsted no lo sabía, pero “casi” lo sabía: entendió la necesidad mutua, la atracción mutua entre parque y rascacielos en la metrópoli, pero sólo de forma abstracta, es decir, ética. No intuyó que esa atracción estaba motivada por un nuevo tipo de belleza, por una reformulación drástica de la belleza y de los conceptos pintoresquistas a los que dio forma sin ser capaz de interpretarlos (Robert Smithson sí, mucho después, al nombrar a Olmsted, tras su célebre paseo por Central Park, como el primer land-artista. Él inauguró con increíble lucidez esta nueva visión y se convirtió posiblemente en su mejor crítico y discípulo).

Por el contrario, Le Corbusier estaba fascinado por la escala brutal de los rascacielos norteamericanos del fin de siglo y por las técnicas industriales que los hacían posibles. También por los métodos científicos que dichas técnicas imponían: el montaje en serie, la línea de ensamblaje, los principios tayloristas..., toda esa efervescencia por la que el capitalismo se asemejaba a una fuerza salvaje y contradictoria, pero de una belleza portentosa, que él supo identificar con lucidez incontestable. Ideó una imagen aún más poderosa que las que recibía desde el nuevo continente: un rascacielos que se replicaba a sí mismo y de una escala desconocida, verdaderas ciudades del trabajo que, espaciadas de forma isótropa, componían un paisaje de ciencia-ficción, una ciudad-máquina taylorista casi sublime.


A este primer impulso, Le Corbusier pronto contrapuso otro de naturaleza bien distinta. El vacío entre las torres no podía ser meramente pasivo. Era, desde luego, el lugar de la movilidad mecanizada, pero también fue definido progresivamente como un espacio dual, natural y público, un inmenso parque que ya no permanecía confinado en los límites de los parques tradicionales, sino que se expandía componiendo un nuevo e indiferenciado medio urbano —la muerte de la calle está indisolublemente asociada a esta idea—. Así, la máxima expresión del maquinismo llevaba asociado en su mente un nuevo “salvajismo”. No había parques o jardines, sino naturaleza. La máxima expresión de la sociedad industrial integraba indisolublemente dos ideas hasta entonces incompatibles: naturaleza virginal y rascacielos maquínico, haciendo de ellas la misma cosa. Por ello, no es casual que adoptara la fórmula “ciudad verde” como el eslogan recurrente de sus teorías urbanísticas, que, por otra parte, eludía lo que en ellas era más preeminente y el objeto principal de sus investigaciones: el rascacielos como presencia primera y absoluta de la ciudad moderna. Existe una cierta simetría entre el esfuerzo diferenciado de Olmsted, construir un fragmento de naturaleza virginal en la ciudad de los rascacielos, y el de Le Corbusier, proponer el rascacielos como aquello que permite una nueva síntesis entre las fuerzas primarias de la naturaleza y las fuerzas primarias del maquinismo. Ambas ideas son provocadoras, nuevas y originales, y sus autores, ambos grandes divulgadores, las presentan como descubrimientos que generosamente se brindan a la sociedad para librarla de sus males. Las dos hacen interactuar, con mayor o menor consciencia, rascacielos y naturaleza primigenia, y las dos surgen al concentrar el foco sobre un único tema, aprender sus leyes y modificar escalas y campos de aplicación, es decir, aislar y utilizar ese tema como un material nuevo, desplazado de sus dominios anteriores (aristocráticos: parque; y especulativos: rascacielos).


Pero debemos hacer una observación: igual que la fotografía de Lee Friedlander es una recomposición que hemos hecho nuestra transformando lo que Olmsted imaginaba que veríamos, la imagen que ahora contemplamos de Le Corbusier es un pequeño apunte con un punto de vista insólito y apenas parecido al conjunto de representaciones que durante años produjo y dieron lugar a famosos y gigantescos dioramas, que son hoy iconos de la modernidad. En ellos el punto de vista estaba elevado sobre la copa de los árboles para mostrar lo que era su motivo central de interés: el resplandor único de sus rascacielos cartesianos en formación militar, el triunfo formal de la industrialización, la belleza del maquinismo. La historia da vueltas, incluso frente a alguien tan perfectamente consciente de sus actos y su repercusión como Le Corbusier, y cualquier aficionado a la arquitectura sabe que este magnífico apunte ha alcanzado hoy mayor difusión que los dioramas demostrativos. Baste recordar que este dibujoi es el único apunte a mano incluido entre las más de 700 ilustraciones del libro de Sigfried Giedion Espacio, tiempo y arquitectura,ii para evaluar su amplia difusión (que difícilmente pudo prever Le Corbusier, pues, significativamente, el boceto no está recogido en su obra completa). Ahí abajo, protegidos por la sombra de los árboles, y entretenidos por la ondulación de terreno y caminos, la ciudad verde lecorbusierana ya no se nos aparece como una pesadilla maquínica y megalómana de un iluminado semifascista y completamente positivista, sino que volvemos a sentir esa experiencia única, y a la vez universal, de estar paseando por el interior del código genético de la ciudad moderna: una amalgama de naturaleza y artificio, de arquitectura y espacio público, de ciudad y paisaje. Una imagen de gran precisión de aquello que podemos denominar “nuestro mundo”.


Paradójico resultado: lo que nos atrae de la imagen de Central Park son los rascacielos que nunca imaginó Olmsted que brotaran con tanta fuerza; lo que nos atrae de la imagen de la ciudad verde es ese bosque por el que paseamos, ajenos a la escala inconmensurable de los rascacielos que, repartidos aquí y allá, casi pasan desapercibidos, ocultos entre el espesor de un follaje que poco interesó, más allá de su enunciación, a Le Corbusier. Esa desviación de la mirada entre fondo y foco (o figura), ese desplazamiento de interés entre los autores y el público actual (nosotros), esa identificación de ambas figuras en un caldo único que hemos reconocido como “nuestro mundo” es lo que ahora denominaremos la “herencia”, esto es, la relación entre las antiguas quimeras y las formas de vida cotidianas del presente, la distancia y nexos entre unos y otros sueños. Ya hemos dicho que es una amalgama fruto de la fusión en nuestras mentes de una restauración ecológica colosal —un artista que trabajaba con los tiempo geológicos, fue como definió Robert Smithson a Olmsted— con una revolución tecnológica y tipológica sin precedentes, ambas dando lugar a una transformación topológica del medio urbano, capaz ahora de síntesis antes impredecibles, de grandes concentraciones y enormes vacíos en una única identidad. Una interacción entre naturaleza y artificio como jamás pudieron imaginar aquellos primeros autores que, en el siglo XVIII, habían problematizado el concepto de “lo sublime” como inalcanzable para el hombre y que propusieron una estética de “lo pintoresco” capaz de aplicarse, indiferentemente, a un valle o una ciudad, a un árbol y a un edificio, a un río y a una autopista.


2. Olvidemos por un momento estas dos imágenes. Percibiremos algo muy similar a esta pérdida de foco, a este desplazamiento de la mirada, si nos trasladamos al terreno de la transmisión de los saberes, al terreno de la enseñanza, de los programas y métodos pedagógicos que ambos promovieron. Olmsted, fundador de la primera escuela de arquitectura del paisaje, quiso formar a nuevos especialistas en el estudio de los vacíos urbanos como un sistema espacial articulado y en relación dialéctica con el “lleno”, reproduciendo así su propia forma de trabajar. Inventó además la denominación de arquitecto del paisaje (Jandscape architect), para sustituir a la heredada de Humphry Repton (landscape gardener), porque era consciente de que el objetivo esencial de la disciplina era la construcción del espacio público moderno, no la naturaleza, que era meramente un medio (a la cual, obviamente, como tal medio instrumental, se la dedicaba una gran atención técnica). Gracias a este paso se dio otro equivalente en la problematización del espacio público y en la presencia activa de la naturaleza en la ciudad y el territorio: si hoy vemos como algo incuestionable los parques nacionales es como consecuencia del gran engranaje espacial y metodológico creado por Olmsted y su nueva disciplina. Dicho de otro modo: todavía hoy pensamos la naturaleza en gran medida como Olmsted la vio, esto es, como un monumento que hemos de proteger para nuestro disfrute y el de las generaciones venideras; como un enorme sistema de espacios públicos articulado en el interior de esa ciudad, ahora global, en la que vivimos. Monumento, espacio público, protegido: palabras que delatan sin más el carácter artificial de lo natural, la amalgama que hemos heredado.

Si hablamos ahora de Le Corbusier vemos un enorme despliegue de los CIAM, Cartas de Atenas y normas de todo tipo, una verdadera transformación de la profesión promovida mediante un formato corporativo, tradicional y autoritario. Inducida por consenso de unos pocos, los grandes maestros de la modernidad que distribuyen piramidalmente la doctrina tanto a escuelas como a organizaciones profesionales. El objetivo no sólo es formar profesionales competentes en el contexto de la taylorización de la sociedad, sino también renovar el marco que regula su actividad (desde el Modulor hasta la Carta de Atenas, pasando por “los cinco puntos”, “las siete vías” o “los tres establecimientos humanos”). Pero la contribución de Le Corbusier es triple: además de ser el nuevo legislador, su tarea consiste en explicar a los estudiantes que esta revolución es fatalmente necesaria en un contexto industrial y también que es liberadora de una nueva belleza. Al igual que Olmsted, Le Corbusier reproducía su método creativo transformándolo en un principio pedagógico y formativo universal. Sin embargo, su biografía personal contradice al legislador positivista que llevaba dentro: toda su obra es un desplazamiento hacia lo orgánico y lo cosmogónico, un lento y progresivo alejamiento de lo maquínico en favor de una progresiva aceptación de la condición “natural” de la arquitectura y de quienes la habitan.


Si pensamos en Olmsted y en Le Corbusier como profesionales, lo que para nosotros hoy es más obvio, más interesante y provocador es, igual que nos pasa contemplando las dos imágenes iniciales, lo ajeno de nuestra visión a este doble dualismo; por un lado, arquitectura del paisaje versus arquitectura, por otro, arquitectura versus urbanismo. Apenas nos interesa el Olmsted botánico o jardinero; de hecho, es seguramente el aspecto más débil de esta figura. Nos interesa por el contrario la artificialización del medio natural que llevó a cabo, la luz que arroja su trabajo sobre la ciudad americana, su enorme capacidad para transformar la ciudad (Boston, San Francisco, Buffalo, Toronto, etc.) y las tipologías urbanas (por ejemplo, la aparición de las torres como tipología residencial en Estados Unidos nace en las Twin Towers que se erigieron en la Octava Avenida, frente a Central Park). Nos interesa su papel como divulgador y agitador respecto a la dimensión de lo público en el capitalismo y el papel de la naturaleza en su construcción.


¿Qué decir de Le Corbusier? Lo que nos interesa de él, a pesar de sus grandes proyectos legislativos tayloristas, es su radical antiespecialización, su capacidad para atravesar todas las escalas y hacerlo a la vez de forma coherente y cambiante en el tiempo. Nos interesa su responsabilidad en el paisaje universal de la ciudad que hemos heredado, una especie de jungla entrópica, aquello que Rem Koolhaas ha denominado “ciudad genérica”, siempre idéntica a sí misma y siempre borrosa, perdida la precisión formal de los objetos-figura prismáticos y radiantes, ahora emboscados entre nuestro perpetuo movimiento y el follaje de árboles ya adultos que envuelven la espacialidad moderna en todo el mundo.




Le Corbusier en su cabaña de vacaciones en Roquebrune (1950), localidad francesa situada a orillas del mar, en cap Martin, entre la frontera franco-italiana y el Principado de Mónaco.


Fairsted, casa de Frederick Law Olmsted en Brookline, Massachusetts, Estados Unidos (c. 1900).

También en el ámbito privado la cabaña de Le Corbusier y la casa de Olmsted revelan aquello que comienza a ser evidente en su obra y en sus laboratorios”: una singular proyección romántica sobre la confluencia de la arquitectura y la naturaleza. Así, una cabaña de troncos para el arquitecto y una construcción topiaria para el jardinero: los momentos en los que el arquitecto se hace jardinero y viceversa.

3. ¿Cómo podemos proponer una nueva modalidad de arquitecto, qué saberes demanda, qué relación con las tradiciones pedagógicas modernas, cómo pueden organizarse y distribuirse esos nuevos saberes de forma atractiva para los alumnos y eficaz para la sociedad? Bruno Latour nos lo ha contado hace ya tiempo en “Dadme un laboratorio y levantaré el mundo”.iii En realidad, ya nos lo contaron también Olmsted y Le Corbusier, aunque quizá no hayamos sabido verlo hasta ahora con suficiente claridad, al desviar la mirada desde sus oficinas hasta las escuelas y métodos pedagógicos que promovieron. Sin embargo, fue en sus oficinas respectivas donde construyeron su mejor “laboratorio” y a través de él modificaron las prácticas materiales en la construcción de la ciudad y el territorio de la era moderna.


Un laboratorio —tal como explica Bruno Latour con el ejemplo del desarrollo de la vacuna del ántrax por Pasteur y sus famosos laboratorios en 1881— no es un lugar desconectado de la realidad, con personas dotadas de poderes sobrenaturales, sino un lugar con una mecánica de trabajo y una topología bien precisas. En dicha mecánica, el primer paso consiste en un desplazamiento desde el laboratorio al mundo, al “ahí afuera”, para aislar un fenómeno de su medio habitual y, en ese nuevo estado, llevarlo al laboratorio. Allí podrá producirse un verdadero conocimiento, tratándolo como un nuevo “material” que, liberado de sus competencias exteriores, muestra en condiciones inmejorables sus leyes vitales, su fuerza y sus debilidades. Mediante este conocimiento de su comportamiento se hará evidente, tras pruebas y errores, cómo aislar el antídoto o articular campos nuevos de experimentación con ese material.


Para ello, el laboratorio establece el uso de nuevos lenguajes de inscripción que facilitan el estudio del material, desplazando saberes tradicionales a un nuevo dominio y variando continuamente la escala de análisis de lo micro a lo macro. Estos lenguajes de inscripción implican procedimientos para escribir, enseñar y registrar en clave prospectiva. Por último, se dará un movimiento del laboratorio a la sociedad, divulgador y publicitario, donde el laboratorio se muestre como único depositario de los conocimientos especializados necesarios para el bien social. Éste sería el caso de Louis Pasteur, quien pudo aislar el bacilo del ántrax y encontrar las leyes que permitían aislar el antídoto, un saber vedado a otros especialistas —como veterinarios e higienistas— que trabajaban con la escala de la realidad natural. Presentándose como un verdadero salvador de la ganadería francesa, tras un espectacular ensayo de su vacuna, Pasteur se convierte en una fuerza social indiscutible. Según afirma Latour, “si por política se entiende ser portavoz de fuerzas con las que moldear la sociedad, siendo a la vez la única autoridad fiable y legítima para tales fuerzas, entonces Pasteur es un hombre completamente politico”.


Somos productos de los laboratorios que Le Corbusier y Olmsted idearon, productos de sus políticas. Cada uno aisló un fen6meno de la realidad y lo desplazó hasta su laboratorio para convertir ese fenómeno en un nuevo material que libre de las competencias que produce la realidad, muestre todas sus potencias y sus campos de experimentación. El parque público inglés (Olmsted) o el rascacielos comercial norteamericano (Le Corbusier) son especímenes que arrancaron de las manos de aristócratas o jardineros, de ingenieros y especuladores, y trasladaron a sus propias oficinas. Allí, aislado, se mostraron como un verdadero nuevo material: el espacio público moderno americano y el tipo arquitectónico moderno por excelencia, capaces ambos de exfoliar nuevos conocimientos y principios, un nuevo lenguaje de inscripción.


Este nuevo lenguaje se halla en los “cinco puntos”, en la Carta de Atenas, en la “ciudad verde” como ideal, y se encuentra en la apropiación de las técnicas arquitectónicas por parte de Olmsted o en la forma de entender su trabajo como una coordinación de saberes y léxicos, anteriormente autónomos y con él confluyentes (sin olvidarnos de que previamente ambos habían viajado al exterior: los viajes a Oriente y a Sudamérica y la presencia virtual de América en Le Corbusier; los viajes al sur esclavista y a Inglaterra de Olmsted, todos ellos viajes iniciáticos en los que aíslan sus respectivos objetos de estudio).




Eso sí: criticadas, por supuesto, una vez concluido el período de vigencia de los sistemas de pensamiento que constituían el soporte de estas ideas, una vez patente la manifiesta ineficacia de sus “constructos” en un contexto ajeno a la genealogía que los alimentó. Pero ya ha pasado mucho tiempo y no podemos continuar más tiempo en esa cómoda postura, la crítica a lo inexistente, sin acción eficaz alguna. La pregunta es ahora cuál puede ser el foco que permita la construcción de un laboratorio contemporáneo. Es decir, cómo identificar los problemas y las sensibilidades contemporáneas, cómo dar respuestas eficaces y emotivas. Habrá desde luego que salir afuera, estudiar nuestro contexto, identificar las fallas, los nuevos programas y oportunidades, construir un nuevo mapa y aislar una visión que llevarnos a nuestro laboratorio. Y habrá que aprender a entender ese nuevo material o amalgama una vez aislado, conocer sus leyes vitales, aislado de contaminaciones exteriores. Y, además, habrá que estudiarlo en sus técnicas, desplazar los antiguos saberes, moviéndonos de la gran escala a la escala microscópica, repitiendo las rutinas de prueba y error. Y habrá que construir nuevos lenguajes de inscripción, lenguajes que pasen de la opinión a la acción, para mostrar tanto la nueva posición alcanzada, como sus implicaciones pragmáticas, las formas metodológicas y procedimentales que comporta. Y habrá también que construir una relación eficaz con el “ahí afuera”, mostrándose persuasivo, buscando que los nuevos léxicos impliquen nuevas formas de actuar.


Queremos algunas indicaciones de cómo pueda construirse el andamiaje de un nuevo laboratorio. En este texto hay un foco, el lugar hacia el que mirar, el nuevo paradigma o material para estudiar. Hemos identificado parcialmente este foco en las páginas precedentes, ese punto de encuentro entre las imágenes del trabajo de Olmsted y Le Corbusier, una amalgama en la que se funden las tradiciones modernas para alumbrar otra nueva realidad, otra nueva forma pedagógica sin dicotomías heredadas, ahora disueltas. Parcialmente: ese punto de encuentro es necesario para construir otra posición, pero esa nueva posición no puede ser un mero reflejo de las anteriores.


Ese punto —en el que todo pierde precisión, los contornos se difuminan, los saberes se desplazan, los fondos y las figuras se funden, las técnicas y los paisajes se hacen intercambiables— es un lugar de partida construido a través de quienes nos precedieron; la herencia moderna, ya borrosa, que busca ahora abrirse hacia otro panorama nunca antes imaginado.

LAMBERT, PHYLLIS (ed.), Viewing Olmsted (fotografías de Robert Burley, Lee Friedlander y Geoffrey James), Canadian Centre for Architecture, Montreal, 1996.

i Este dato es una aportación de Mark Wigley. Sobre el apunte de Le Corbusier, según Juan Herreros, se trata de una copia retocada de uno de los bocetos realizados durante sus conferencias en Buenos Aires, impartidas en 1928, recogidas en el libro Précisions sur un état présent de L’architecture et de L’urbanisme (Éditions Crès, París, 1930; versión castellana: Precisiones respecto a un estado actual de la arquitectura y del urbanismo, Apóstrofe, Barcelona, 1999). De hecho, esta hipótesis también puede confirmarse si se observa la flora representada en el boceto, algunas palmeras y lo que parecen magníficos ibirá-pitá (Peltophorum dubium), omnipresentes en los parques de Buenos Aires. En cualquier caso, viene recogido como “Ville Radieuse, la ciudad del mañana en la que se restablecerá la relación naturaleza-hombre”, fechado en 1935, año en el que publica La Ville Radieuse y en el que visitó Nueva York. Véase: BOESIOER, WILLY, Le Corbusier, Artemis, Zúrich, 1972; (versión castellana: Le Corbusier, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1995, pág. 189). Véase: HERREROS, JUAN, “El sueño de Le Corbusier. Yo no existo en la vida sino a condición de ver”, en MONTEYS, XAVIER (ed.), Le Corbusier y el paisaje, Massilia 2004. Annuaire d’etudes corbuseennes, Associació d’idees, Barcelona, 2004.

ii GIEDION, SIGFRIED, Space, Time and Architecture, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1941; (versión castellana: Espacio, tiempo y arquitectura, Dossat, Madrid, 1982

iii Puede consultarse una versión castellana de este artículo de 1983 en: http://www.campus-oei.org./salactsi/latour.htm.

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